
Culmina el año 2020, un año cargado de desafíos, pero también de cambios. Un año doloroso, en el que hemos perdido alrededor de 80 mil compatriotas por la pandemia. Un año en el que, además, más de 6 millones de personas perdieron sus puestos de trabajo en el Perú. Un año en el que se han sumado una crisis sanitaria, una crisis económica y social y una crisis política, configurando el fin de una época, la crisis de una manera de hacer las cosas. Pero un año en el que también se ha alzado la voz de la esperanza, encarnada en una generación que exige cambios.
En el ámbito de los derechos humanos y el rol de las empresas, esta ha sido un año en el que se ha hecho patente que en el modelo económico, la cancha no está pareja. Hemos visto, desde el primer mes del año, cómo todo favorece un comportamiento irresponsable de las empresas que tiene consecuencias fatales para la ciudadanía: cómo olvidar la deflagración ocurrida en enero en Villa El Salvador, que causó la muerte de 34 personas y que fue ocasionada por un vehículo que había sido autorizado mediante un procedimiento administrativo automático, en esa lógica nefasta de “facilitar” las inversiones sin preocuparse por las consecuencias.
Con el inicio de la pandemia, en marzo, hemos sido testigos de esa lógica corregida y aumentada. Suspensiones perfectas de trabajadores, protocolos sanitarios que se flexibilizaban, actividades que nunca paralizaron, fases de reinicio de actividades que se apuraban, precios de usura para la atención médica e insumos médicos… Todo en aras de la “economía”, sin importar las posibilidades de contagio entre trabajadores o en las comunidades ubicadas en los territorios de operación de las empresas, y sin importar si los trabajadores quedaban sin ingresos y sobreviviendo con bonos que llegaban tarde, mal o nunca.
En ese marco, el estallido de protestas ocurrido en noviembre ha abierto un nuevo momento en nuestra historia reciente. Ante la crisis del sistema político y la evidencia de un sistema económico injusto, los jóvenes, los trabajadores y las comunidades han salido a lo largo y ancho del país para exigir un nuevo contrato social.
Esta año, por otro lado, ha adquirido mayor visibilidad pública la relación entre las empresas y las vulneraciones a los derechos humanos. Así, el Plan Nacional de Acción sobre empresas y derechos humanos fue mencionado repetidas veces por el propio Presidente (en aquel momento, el señor Martín Vizcarra) y por las cabezas de la Presidencia del Consejo de Ministros. Este es un proceso destacable, en el que se ha venido produciendo un diálogo constructivo entre el Estado, los gremios empresariales, las centrales sindicales, las organizaciones indígenas y las instituciones de sociedad civil.
Queda como reto que este proceso de frutos, recogiendo las lecciones de la crisis de este año. En los primeros meses del próximo año deberá aprobarse el Plan Nacional de Acción, que debiera incorporar una mejor comprensión de la urgencia de nivelar la cancha: las ganancias empresariales no se pueden producir a costa de poner en riesgo los derechos de las personas.